La María Capítulo XIII (Fragmento)
Las páginas de Chateaubriand iban lentamente dando tintas a la imaginación de María. Ella, tan cristiana y tan llena de fe, se regocijaba al encontrar bellezas por ella presentidas en el culto católico. Su alma tomaba de la paleta que yo le ofrecía los más preciosos colores para hermosearlo todo; y el fuego poético, don del cielo, que hace admirables a los hombres que lo poseen y diviniza a las mujeres que a su pesar lo revelan, daba a su semblanza encantos desconocidos para mí hasta entonces en e humano. Los pensamientos del poeta, acogidos en el alma de aquella mujer tan seductora, en medio de su inocencia, volvían a mí como eco de una armonía lejana y conocida, cuyas
notas apaga la distancia y se pierden en la soledad.
Una tarde, tarde como las de mí país, engalanada con nubes de color de violeta y lampos de oro pálido, bella como María, bella y transitoria como fue ésta para mí, ella, mi hermana y yo, sentados sobre la ancha piedra de la pendiente, desde donde veíamos a la derecha, en la honda vega, rodar las corrientes bulliciosas del río, y teniendo a nuestros pies el valle majestuoso y callado, leía yo el episodio de Átala, y las dos, admirables en su inmovilidad y abandono, oían brotar de mis labios toda aquella melancolía aglomerada por el poeta para "hacer llorar al mundo". Mi hermana, apoyado el brazo derecho en uno de mis hombros, la cabeza casi unida a la mía, seguía con los ojos las líneas que yo iba leyendo. María, medio arrodillada cerca de mí, no separaba sus miradas de mi rostro, miradas húmedas ya.
El sol se había ocultado cuando con voz alterada leí las últimas páginas del poema. La cabeza pálida de Emma descansaba sobre mi hombro. María se ocultaba el rostro con entrambas manos. Luego que leí aquella desgarradora despedida, que tantas veces ha arrancado sollozos a mi pecho: "¡Duerme en paz en extranjera tierra, hija desventurada! En recompensa de tu amor, de tu destierro y de tu muerte, queda abandonada hasta del mismo Chactas". María, dejando de oír mi voz, se descubrió la faz, y por ella rodaron gruesas lágrimas. Era tan bella como la creación del poeta, y yo la amaba con el amor que él imaginó. Nos dirigimos en silencio y lentamente hacia la casa. ¡Ay, mi alma y la de María no sólo estaban conmovidas por esa lectura: estaban abrumadas por el presentimiento!
Capítulo XXIII (Fragmento)
En una de aquellas noches de verano en que los vientos parecen convidarse al silencio para escuchar vagos rumores y lejanos ecos; en que la luna tarda o no aparece, temiendo que su luz importune; en que el alma, como una amante adorada que por unos momentos nos deja, se deshace de nosotros poco a poco y sonriendo, para tornar más que nunca amorosa; en una noche así, María, Emma y yo estábamos en el corredor del lado valle, y después de haber arrancado la última a la guitarra algunos acordes melancólicos, concertaron ellas Sus voces incultas pero vírgenes como la naturaleza que cantaban. Sorpréndame, y me parecieron bellas y sentidas mis malas estrofas. Terminada la última, María apoyó frente en el hombro de Emma; y mando lo Levantó, entusiasmado murmuré a su oído el último verso. ¡Ah! Ellos parecen conservar aún de María no sé si un aroma: algo como la humedad de sus lágrimas. Helos aquí:
Soñé vagar por bosques de palmeras cuyos blondos plumajes, al hundir su disco el sol en las lejanas sierras, cruzaban resplandores de rubí. Del terso lago se tiñó de rosa superficie límpida y azul, y a sus orillas garzas y palomas posábanse en los sauces y bambús. Muda la tarde, ante la noche muda, las gasas de su manto recogió: del lindo mar dormida en las espumas la luna hallóla y a sus pies el sol.
Ven conmigo a vagar bajo las selvas donde las hadas templan mi laúd; ellas me han dicho que conmigo sueñas, que me harán inmortal si me amas tú. (...)
Jorge Isaac, María, Bogotá, Grupo Editorial Norma, 2004.
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